miércoles, 30 de enero de 2013

Comienzos

Pienso en ello y aún me hace cosquillas. En la nariz, en la tripa y en el pelo, que fue el primer lugar donde posaste los labios.
¿Te acuerdas? De los nervios, el desconocimiento, las ganas y yo hablando a toda velocidad, contándote cada pasito pequeño que había dado y riéndome por todo porque jolín, ¡qué vergüenza!
Y tú. Tú mirándome como si te contara maravillas, como a la persona más interesante del mundo y yo sintiendo que no pintábamos nada allí, que no ibas a querer quererme. Pero querías.
Me dijiste que la gente tiene miedo a ponerle nombre a las cosas, al compromiso y a las caídas y yo asentí. No te asustaba ir en serio, pero tenías que sentir, sentir mucho. Y yo pensé que esa era la clave para que no pasara nada. Porque no era tan importante, ni tan especial, como para hacerte sentir esas cosas en 6 horas.
Pero las sentimos. Y tuve la necesidad de abrazarte mucho, de quedarme contigo. Y tú me besaste el pelo porque querías que me derritiera o porque quizá tú ya estabas al borde del deshielo. Y yo sentí cosas tan raras, tan nuevas pero tan familiares, que te estreché tan fuerte que casi te dejo sin costillas.
Levantar la cabeza y recibir besos. En los mofletes, que tanto te gustan, en la frente, en la punta de la nariz, en los labios, en la barbilla. Besos.
Y la sensación de que había derribado una muralla y conquistado un gran castillo. Euforia.
Me temblaban las piernas, ¿sabes? Creo que esa fue la primera vez que me convertiste en flan, pero lo cierto es que sigo temblando, sigo ansiosa, volviéndome idiota, riendo sin parar y deseando seguir conservando esta magia toda mi vida.

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