sábado, 16 de febrero de 2013

El cielo es infinito para el pájaro entre rejas

Ese dolor punzante cuando te vas, la asfixia. La certeza de que llegará un momento en que no vuelvas, ni por mí ni por nadie.
Y yo con ganas de gritarte "pero quédate. Quédate que te llevaré el desayuno a la cama y te traeré la tele si quieres y me quedaré a tu lado, me quitaré la ropa y me tendrás siempre así y yo seré tan tuya como quieras". Y todo lo que diga y todo lo que ofrezca será menos de lo que estoy dispuesta a arañarle al mundo por ti.
Es de esas cosas que admites de antemano. Que estás enganchada, dolorida, drogodependiente y ejerces de kamikaze una y otra vez. Que vives por otras vidas, otros sueños. Que sólo ansías una respuesta afirmativa que será la sentencia de muerte real. "Quédate".

Recuerdo a mi perro esperando tras la puerta, ansiando la llegada saltando a mis pies, moviendo la cola de alegría por primera vez en horas; y sé que soy igual de absurda. Esperando por ti y tendida frente al pomo, a ver si gira, a ver si me miras, a ver si te atreves a volver, que voy a echarte en cara que no vuelves. Pero siempre sonrío y salto a tus brazos, a tus labios, al contacto piel con piel. A la vida.

Es ridículo intentar explicarle a alguien porqué detrás de esta cárcel se esconde la libertad absoluta, porque me miran mal y me tachan de insana, pero tengo la absurda opinión de que soy más mía por saber de quién dependo y cómo conseguir zafarme de mi carga que todos esos que aún indagan por su motivo.

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