Ese dolor punzante cuando te vas, la asfixia. La certeza de que llegará un momento en que no vuelvas, ni por mí ni por nadie.
Y yo con ganas de gritarte "pero quédate. Quédate que te llevaré el desayuno a la cama y te traeré la tele si quieres y me quedaré a tu lado, me quitaré la ropa y me tendrás siempre así y yo seré tan tuya como quieras". Y todo lo que diga y todo lo que ofrezca será menos de lo que estoy dispuesta a arañarle al mundo por ti.
Es de esas cosas que admites de antemano. Que estás enganchada, dolorida, drogodependiente y ejerces de kamikaze una y otra vez. Que vives por otras vidas, otros sueños. Que sólo ansías una respuesta afirmativa que será la sentencia de muerte real. "Quédate".
Recuerdo a mi perro esperando tras la puerta, ansiando la llegada saltando a mis pies, moviendo la cola de alegría por primera vez en horas; y sé que soy igual de absurda. Esperando por ti y tendida frente al pomo, a ver si gira, a ver si me miras, a ver si te atreves a volver, que voy a echarte en cara que no vuelves. Pero siempre sonrío y salto a tus brazos, a tus labios, al contacto piel con piel. A la vida.
Es ridículo intentar explicarle a alguien porqué detrás de esta cárcel se esconde la libertad absoluta, porque me miran mal y me tachan de insana, pero tengo la absurda opinión de que soy más mía por saber de quién dependo y cómo conseguir zafarme de mi carga que todos esos que aún indagan por su motivo.
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