martes, 27 de marzo de 2012

¿Lo recuerdas?

Hace tiempo yo era otra persona.
Dios era un porcentaje grande de mi vida y acababa de descubrir que prefería las corbatas a los vestidos de princesa.
Después él se fue y con él buena parte de mis ganas y todo el interés por abrirme al mundo.
Quizás en esa época fui lo más interesante. Hermética y con mucho mundo interior, víctima de paisajes de libro, escuchando grupos ya extintos y divagando acerca de misterios que ni siquiera cabían en vuestra mente como pregunta.
Crecí rápido y fui presa de mis inquietudes. La fachada hizo el trabajo sucio y tapó mis inseguridades y mi temor a que no pudiera quererme nadie por volverme intocable.
Lo cierto es que estaba partida entre mi soledad y mi ansia por acabar con ella. Aún así, me aterraba la idea de que alguien pudiera tocarme.

Recuerdo llorar con ella al lado. Algo se resquebrajó cuando durmió conmigo tras su muerte; algo que nos unió y nos convirtió en hermanas.
Siempre me abrazaba en silencio, dispuesta a escuchar mis balbuceos, a cagar con la vulnerabilidad que pretendía esconderle al resto. Entonces me equivoqué y confié en quién no debía.

El tiempo había pasado y ya tenía 16. Estaba extasiada por Italia, atolondrada por mis ilusiones y deseosa de que alguien me abrazara a tiempo completo. Y confié.
Siempre me arrepentiré de haber hablado de la persona más importante de mi vida en voz alta. De que él lo escuchara, porque no lo merecía.
Compartimos 16 meses de mi vida y quizá dos o tres de la suya. En algún momento dejé de ser lo más brillante y alternativo que había visto, para amoldarme a lo que querían que fuera. Y una vez más, me equivoqué.

Sólo quería ser y que estuviera orgulloso de caminar a mi lado, pero para él, yo era un cúmulo de taras que terminé asumiendo.
Siempre intentaba quedar por encima, y al final fui yo la que terminó fascinada, empapada de su imagen. Todo era mentira, más allá de las promesas o los planes. Él era una mentira. Y yo su sombra, fíjate qué personalidad la mía...desbordante.

Cuando se cansó de escucharme llorar, desapareció del mapa y una parte de mí se esfumó también.
Todo tiene una parte buena y él me enseñó a tener miedo, a sentirme pequeña, a no dejarme acariciar.
Aprendí a ser de nuevo, recelosa y cobarde.

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